lunes, 28 de abril de 2008

Williamsburg Bridge


Sobre el puente de Williamburg, 2008, NYC
Al cabo de unos minutos me veo sumergido en medio de un incesante y atronador ruido procedente de los coches, de los trenes y de ese eco infinito que retumba siempre en Nueva York y que no se sabe de dónde cojones procede; miro hacia Manhattan, me vuelvo, miro hacia Broklyn, estoy a medio camino y se desata en mí una especie de claustrofobia. Cae el sol y un brillo especial cubre las grandes estructuras metálicas bajo las que se vive un desfile surreal: procesiones de bicicletas gigantescas y familias de judíos ortodoxos se cruzan y entremezclan con skaters disfrazados de animales salvajes y hipsters de Williamsburg que regresan de Manhattan; la presencia de unos resulta casi invisible para los demás, todos ellos van y vienen, sin prestarse atención, por un estrecho camino decorado con graffitis. Un hombre tísico y desarrapado se mira a un espejo, se para a mi lado y me dice: Look in the mirror, It’s you, después lo gira hacia él: It’s me. Sigue caminando.
Al final del puente hay una pequeña plaza dividida en dos: a un lado los hipsters treintañeros juegan con sus monopatines, al otro lado, jóvenes de color, con los puños enfundados en grandes guantes negros boxean, gritan y apuestan.
El puente de Williamsburg cumple a la perfección con los tres requisitos de todas las obras y fechorías de los Estados Unidos de América: es ruidoso, grande e incompleto. Cruzarlo es toda una odisea.

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