viernes, 22 de febrero de 2008

Black bags shoes


Untitled, NYC, 2008

En los pequeños comercios dominicanos de Brooklyn te ponen la compra en unas bolsas negras, opacas, ásperas, que le dan un carácter un tanto misterioso, un poco mafioso, a la leche, las salchichas, las chocolatinas o el tabaco que has comprado; nada más salir de la tienda sientes que esa bolsa negra adquiere un misterioso espíritu de kit de supervivencia.

Hoy ha nevado en Nueva York. Cuando me desperté sentí esa especie de calma que sólo siento cuando nieva; me pasaba de pequeño, en mi pueblo nevaba dos o tres veces al año solamente y puede que por eso se me haya quedado gravada esa sensación de paz como algo especial. Me preparé un café antes de mirar por la ventana, porque sabía que había nevado y quería verlo todo con emoción, con el subidón del café, y no medio dormido y atontado.

En efecto, había nevado. Y mucho. La última vez que nevó me empapé las botas; no hay mucho trayecto desde mi casa hasta el subway, pero son unas botas de piel de esas que compran los abuelos en los pueblos de Castilla por quince o veinte euros (dependiendo de si llevan borreguillo por dentro, las mías lo tienen), que tienen un aspecto exclusivo, porque ningún par se parece a otro ni en color ni en forma, pero que no evitan que el agua te empape los calcetines, al contrario: absorben como esponjas.

Dejé mi taza de café vacía y al instante surgió esa vorágine creativa que me da el Maxwell House Colombian Supreme Coofee –good to the las drop!- que concentró todo mi ingenio en las bolsas negras que acumulo en un cajón: esas minifundas cubre cadáveres que cobijan alimentos iban a impermeabilizar mis botas caminando sobre la nieva.

Salí a la calle y mi vecino puertorriqueño, serio y concentrado, ya estaba quitando la nieve de su puerta, movía la pala con ritmo uniforme y acelerado hasta que se topó con mis bolsas negras y paró; así no se te van a constipar los dátiles primo, je, je, me dijo, y ahí le dejé riéndose; mis bolsas le cambiaron la cara. Al llegar al metro me iba a quitar las bolsas, pero pensé: son veinte minutos de trayecto y luego me las voy a tener que volver a poner. Ya en la plataforma, me miraba todo el mundo, miraban con ojos curiosos y se reían. Mi aspecto era ridículo (creo que ya lo es de por sí, sin bolsas en los pies, pero las bolsas lo magnificaban); una niña le decía a su madre algo así como: mira lo que se ha puesto ese chico en los pies, está loco, parece un poco estúpido, y se reía con descaro; un obrero de la construcción, de esos obreros intolerantes y machotes que llevan los pantalones manchados de pintura y unas botas con puntera de acero para proteger sus dedos o para romper cabezas, me miraba con desprecio, pero también a él le nació una sonrisa en su cara de simio hormonado; un agente de los del corrillo de policías que se forma todos los días a las 8 en la plataforma del metro de Canal St. también se percató (y es que están a lo que no tienen que estar), y no tardó en contárselo a los demás maderos para que se mofasen de mis bolsas de forma socarrona y descarada, y me puse contento por haberles hecho pasar un rato divertido, satisfactorio y agradable, como se sienten después de comerse una de esas bagles con queso cada mañana o después de apalear a algún afroamericano en el Bronx algunas noches. Pero lo más simpático sucedió caminando por Manhattan, en Prince St, cuando una señora se me acercó y me indicó dónde había una tienda en la que vendían, entre otras cosas, desodorante, champú y botas para la nieve por 15$; no tengo el pelo sucio, ni me huele el sobaco, le dije, y estas bolsas negras son muy resistentes e impermeables, todavía no ha me ha entrado ni una gota de agua y hacen reír a la gente, sólo por eso las pienso llevar todo el día. A la señora le pareció bien mi justificación, pero me aconsejó que, si estaba haciendo el día más agradable a toda esa gente, les pidiese dinero. Y es que esto es Nueva York, aquí todo se hace por dinero.

jueves, 21 de febrero de 2008

Cumpleaños XXL


Spring St, NYC, 2008

Cuando subíamos en el ascensor, B.B. (de madre china y padre negro) me dijo: aléjate de mi en cuanto entremos al apartamento, lo siento, iba a estar contigo pero tengo negocios, tengo una hija que mantener, tío lo siento, yo voy a vender cocaína y me pueden joder estos negros, ellos tienen el monopolio de la mierda esta noche, lo mejor será que te alejes de mí. En realidad, esto es una traducción posible de lo que entendí o pude entender, porque en realidad no entendí nada, fue luego cuando sus palabras tomaron sentido. Al entrar al apartamento B.B. desapareció. Me quedé solo en medio de una orgía formada por negros musculosos con camisetas ceñidas, con sus trenzas enceradas y sus pollas enfundas en pantalones ceñidos, y muchas tías negras despatarradas, semidesnudas; algunas de rodillas ofreciendo sus vulvas por un puñado de dólares. El espectáculo era tan hard que casi no puede ni beberme la primera y única cerveza de toda la noche.

M.D. cumplía 21 y me había invitado a una fiesta en Manhattan, me llegó la dirección exacta unas horas antes, porque creo que era ilegal o porque lo querían hacer más interesante. Y allí estaba él, pletórico, con sus 21 recién cumplidos, en medio de un circulo de machos afroamericanos, gruñendo, golpeando el puño de la mano derecha contra la palma de la izquierda: smash, smash! (¡a follar, a follar!). M.D. se jactaba de haberse follado ya a dos tías esa tarde y les enseñaba las fotos que las había hecho con su teléfono móvil, en una de ellas se veía en primer plano su dedo anular penetrando un culo gordo y monstruoso; se emocionó con las fotos y con el momento y comenzó a gritar: negras para todos, pago yo. Las putas que se contoneaban lascivas en derredor, con sus coños dilatados y sus cuerpos bañados en destellos de purpurina esperaban ansiosas. M.D. me estrechó la mano de una forma un tanto fría pero al instante, justo después de recordar que yo era su jefe, me estrujó contra su pecho y yo sentí como si me hubiese estrellado contra un acantilado, hasta me zumbó un poco el oído.

En una esquina oscura, J. estaba montando a un tía que tenía el pelo teñido de naranja, creo que era la más vieja de todas, tenía un diente de oro que relucía en la penumbra; ella le estrujaba los huevos a la vez que se retorcía como una anguila, y él la intentaba penetrar con presura, como si aquello fuese un rodeo. Al principio me sentí incómodo y avergonzado, temeroso de que me tomasen por un mirón, pero al rato me concentré en la escena. Eran dos máquinas articulas moviéndose de forma repetitiva, podía ser un hombre follándose a una cabra o un orangután montando a una morsa. Me había metido un par de rayas y me flipé al momento: la cabra se hacía morsa y el hombre orangután pero conservando su cabeza de hombre, y de repente se transformaba en cabra conservando su sexo de hombre. Y de pronto todo volvió a ser racional y vi las masas de carne estúpida de dos cuerpos que se perdían en un rincón oscuro y el sexo, que hasta entonces había sido un impulso eléctrico que me subía desde los cojones hasta el esófago, dejaba de tener sentido, y la raza humana dejaba de ser algo digno de proteger y muchas cosas más que me venían a la cabeza, seguro que por el efecto de las drogas.

B.B. no paraba de hacer amigos y de abrir negocio y a mi me daba miedo acercarme y hablarle. Se aproximó él, me dio algo y desapareció.

Nadie quería hablar conmigo, yo tampoco iba a entender a nadie. Era el único blanco de toda la fiesta. Al cabo de un rato vomité y me fui. Cuando bajaba por la segunda avenida vi a un tipo que me recordó a mí mismo. Estaba casi amaneciendo y él caminaba enfundado en una gabardina gris, sin nada por debajo, con zapatos negros y las canillas al aire y los calcetines apenas le cubrían los tobillos. En su cara vi la frustración y el fracaso de existir en ese preciso instante, en este planeta, en ese momento de la vida, de la historia humana. Me metí todo lo que me quedaba del regalo de B.B. y me quedé mirando fijamente al exhibicionista: vas buscando niñas a estas horas, tarado, y acabarás arruinado entre prostitutas viejas que no ya no se escandalizan por nada. Llegaron dos tíos enormes, creo que le estaban siguiendo, le tiraron al suelo y le golpearon, le llamaron maricón y le mearon encima.

Llegué a mi casa cuando estaba amaneciendo, compré un panetone italiano para celebrar el cumpleaños de M.D. y porque tenía un poco de hambre. Me acordé de las navidades del 2006, creo que por el panetone, y de no entendí porque las cosas se desarrollan como se desarrollan. Me metí en la cama y no me podía dormir y empecé a imaginarme dónde estaría el próximo año en navidades, en la pampa o en la luna. Qué más da, pensé, seguro que J. ya ha eyaculado tres o cuatro veces, el exhibicionista estará caminando dolorido a casa y, en realidad, nada ha cambiado, nada vale para nada. Después creo que me dormí.

martes, 19 de febrero de 2008

Diario de Pitágoras,


Putas T. Ellis, NYC, 2008

En un solo día puedes ver: Un CHINACo travelo que me seduce y me eleva la tensión arterial hasta quererlo matar, un montón de cigarrillos a medio fumar apagados en el vientre de acero desparramado de un mendigo muerto en la plataforma Uptown de la F V o N o yo que sé si con estas escenas tan trágicas no puedo pensar ni dónde estoy, una calle estrecha con olor a fritanga y a perro muerto sin aceite que quemar y sin perro que enterrar no hay nada en realidad pero huele y huele y huele y me revuelvo y vomito a cada lado (varias veces), un montón de ojos de cordero degollado que van al matadero a las 7.35 en la línea G y una par de asesinos en serie por vagón, un restaurante vegetariano para el lunch y Vincen Gallo posando de mala gana que se estremece al verme, una pandilla de críos malos en mi supermercado dominicano vendiendo teléfonos móviles y yo para qué quiero uno nuevo: ten un dólar y te pierdes por ahí niño cabrón pero el que me perdí fui yo entre amenazas y meadas, un menú cien por cien animal y un paquete de BaliShag, una conferencia sobre poesía hoy en día de un polla muy gorda en vinagre con gafas de pasta y un poeta rastreado en black and white con tendencia a cicatrizar y a coserse cráneo con hilo color miel que se quita la chaqueta y sólo le queda una camisa tatuada a la piel, una monja remilgada con las cejas depiladas y con tanga y a lo loco y me masturbo con Jesús o con el Chucho mejicano tatuado en sus dos manos, un libro de Henry Miller abandonado y una chica perdida y una metáfora de mi aliento entre sus dientes. Ven a verme,

ven

a

verme.

Mi

última

esperanza

blanca.